jueves, 10 de mayo de 2012

Un pajarraco en plena calle


 Transcribimos el texto de la anécdota recogida por Milton Schinca en su libro "Boulevard Sarandi”, Ediciones de la Banda Oriental 1978

Una tarde de 1912, ahí nomás, en Constituyente y Defensa, se abre la puerta de un barracón, y aparece de adentro un sujeto armado con un serrucho.
Con energía se pone a serruchar la madera del mismísimo portón de entrada, ensanchándolo. El vecindario sigue con asombro la operación, a pesar de que ya está habituado a las "chifladuras" del serruchador. Y al rato nomás, con la ayuda de cuatro amigos, aquél extrae del fondo del corralón un estrafalario pajarraco con dos alas extendidas, tan anchas que no hubieran podido trasponer la puerta si no fuera por la serruchada.
El enorme y desgarbado bicharraco queda depositado en la vereda, ante la mirada estupefacta de los cien testigos que se habían agolpado esperando, sí, algo insólito por provenir de aquel hombre extravagante; pero jamás la aparición de semejante estructura de alas tendidas y una retorcida hélice en la nariz.
Quedaba develado el misterio de tantos meses de oír el vecindario, golpeteos misteriosos y rugidos de motor inexplicable.
El gestor de aquel artefacto iba y venía, pulsando un alambre acá, golpeando una chapa allá, perfectamente ajeno a los cuchicheos de los mirones. Imperturbable, extrajo un modesto inflador de bicicleta –ni más ni menos–, y con él le dio aire a los dos neumáticos de moto que, según después se supo, un amigo le había prestado. Verificó la tirantez de los tensores que él mismo fabricó con el alambre más resistente que pudo comprar en la ferretería de la esquina. Controló el aceite del motor Anzani, de 35 caballos de fuerza, y cuando comprobó que todo estaba en orden, echó mano a un tarro y un pincel. Mientras aguardaba al carro de caballos que había contratado para remolcar a su artefacto hasta la Barra de Santa Lucía, Francisco Bonilla se puso a pintar en el fuselaje de su avioneta casera el nombre con que la había bautizado pomposamente, "Uruguay 1".
Es que aquel pionero tenía clara conciencia de que iba a consumar un acontecimiento que se inscribiría en la historia técnica y deportiva de nuestro país (con tal de que las cosas le salieran como había previsto).
Llega el carro esperado, amarran a él al "Uruguay 1", y allá parte el cortejo, despedido por las aclamaciones burlonas de todo el vecindario. Era un hermoso domingo de abril. Después de quién sabe cuántas horas de trotar aquel carro, Bonilla llega con su avioneta a los campos de Sanguinetti, en la Barra de Santa Lucía. Dos amigos lo acompañan, dispuestos a auxiliarlo. Colocan en posición la avioneta, los dos amigos le sujetan las alas, Bonilla –emocionado y anhelante– da hélice, y el motor, contrariando todos los escepticismos, se puso a rugir. El pionero, apurado, se calzó el gorro, se colocó ante sus ojos un par de antiparras y se envolvió el cuello con una bufanda blanca. Así era el equipo de aeronavegar. Ocupó su sitio, tuvo tiempo de esbozar un saludo a sus amigos, apretó el acelerador y ¡oh milagro! El monoplano casero se puso en marcha, ante el asombro de los dos testigos que jamás habían creído en la viabilidad de semejante intento. Corre el avioncito unos trescientos metros, y cuándo ya parece que va a cumplir su destino de pájaro, se inclina peligrosamente hacia un costado, la hélice tropieza contra un peñasco y sé hace añicos, y "el Uruguay 1" se clava de punta contra el suelo. El aparatito, fruto de tantos meses de desvelos, quedó destrozado en un segundo. Cualquiera sé hubiera desanimado ante el traspié Bonilla, en cambio, callado la boca, se volvió a su barracón de Constituyente y Defensa, y después de reparar el portal serruchado, se encerró otros seis meses, dispuesto a fabricar el Uruguay II. Pero el pionero estaba perplejo, no sabía a qué atribuir el desperfecto que lo había hecho fracasar. De nada valía empezar de nuevo, si antes no descifraba el enigma técnico. Y aquí 'la suerte vino a ayudarlo por esos mismos días' llegó a Montevideo otro enamorado de la aviación, pionero como él; un francés, Edouard Monnard, que traía consigo un tesoro inestimable para Bonilla: los dos últimos números de una revista especializada francesa.
Y allí nuestro aviador encontró la clave que le faltaba. Aprendió a subsanar su error, y se puso manos a la obra sin demora. Recién para la Navidad de 1912 estuvo concluido el Uruguay II.
Pero, en lugar de probarlo enseguida, Bonilla prefirió desafiar a la superstición, tentar al diablo: esperó, expresamente, a que llegara el 13 de enero de 1913 (día de su cumpleaños, por lo demás).
Y fijó la hora de su segunda tentativa: las 13. La cábala le dio resultado: esta vez su nueva avioneta levantó vuelo muy oronda, entre el agitar de sombreros y pañuelos alborozados de sus acompañantes que no podían creer lo que estaban presenciando.
Bonilla ganó altura, se divirtió un rato surcando los aires, y luego se posó en tierra con toda limpieza. Tal cual lo vislumbrara Bonilla, tal hazaña sería histórica, como que marca uno de los jalones fundacionales de nuestra aviación.
A partir de ese momento, el reno libre de Bonilla traspasa fronteras.
El notable aviador argentino Jorge Newbery lo lleva con él a Buenos Aires, a fin de que reciba instrucción especializada en la Escuela de Aeronáutica que acaba de fundarse. En 1914 obtiene Bonilla su brevet de piloto internacional, y el Gobierno argentino le otorga el título de "precursor de la Aviación Argentina". Pronto Bonilla regresa a Montevideo y aquí, como quien no quiere la cosa, se fabrica su aeródromo propio en plena calle: Miguelete y Constitución.
Desde allí, y en medio del alboroto imaginable del mismo vecindario que antes se burlaba de él, despegaba todos los domingos en dirección a Carrasco o al Cerro. Alguna vez, llegó a aterrizar con toda elegancia en la propia quinta del Presidente don José Batlle y Ordóñez en Piedras Blancas.
El loco, el extravagante de otros días, se había convertido poco menos que en prócer de su barrio, donde ahora todos se peleaban por ayudarlo a remolcar su avión, o por tapar de apuro los baches que siempre reaparecían en la calle de tierra que le servía de ruta. La audacia de Bonilla lo lanzó pronto a experimentar arriesgados vuelos nocturnos. Eligió como puntos de referencia el faro de Punta Carreta, el alumbrado de la calle Yaguarón, las luces dé la cárcel de Miguelete; y, cuando regresaba a su base callejera lo guiaban unos tachos de petróleo ardiendo, que los mismos vecinos le encendían a lo largo de la pista. Al final, nuestro Bonilla terminó convertido en el número obligado de cuanto desfile patrio o fiesta tradicional se realizase en Montevideo, ocasiones que él sobresaltaba con sus demostraciones acrobáticas a bordo de los aparatos fabricados siempre de su mano (y ya andaba por el Uruguay IV). No demoró en trasponer las fronteras montevideanas. Pronto, apareció evolucionando por los aires de Salto, de Paysandú, de Florida, de Durazno. Su fama lo llevó a cruzar el río Uruguay y hacer demostraciones en Concordia, hasta que terminó incursionando en el sur del Brasil.
Aquí protagonizó un episodio admirable, que pinta de cuerpo entero su idiosincrasia. Un periodista de Porto Alegre cometió el atrevimiento de poner en duda que Bonilla fabricara él mismo sus aviones. Ante tamaña afirmación, para Bonilla injuriosa, el uruguayo no dudó ni un instante, roció con nafta a su Uruguay IV a la vista del público, y sin pestañear le prendió fuego. Inmediatamente solicitó tela y madera brasileñas, y en una sola semana, también a la vista de quien quiso verlo, construyó su Uruguay V, y con él remontó vuelo ante el clamoreo de los mismos que poco antes lo habían calumniado. Su fama ya es inmensa, acá y en Argentina.
Enrique Delfino compone un tango en su homenaje, "Bonilla aviador".
En 1914 se ha convertido en "ídolo de ambas orillas", como reza el lugar común. Es cierto que también tuvo que sortear trances amargos.
Un mal día casi se mata, en plena fiesta patria argentina, un 25 de mayo.
El motor se le ahogó, pero Bonilla puso a planear su aparato y fue descendiendo pausadamente; mas cuando ya casi tocaba el suelo, una sorpresiva racha lo precipitó a tierra. Fractura de pierna, de esternón, de cuatro costillas, de brazo derecho. Se recuperó apenas, pero ese fue el final de su carrera. Nunca más voló. Por una sola vez se tentó, es cierto, y pensó en volver a las andadas en oportunidad de que se fundara en Montevideo la Escuela Militar de Aviación. Bonilla sintió el llamado del deber y fue a ofrecer sus servicios al Ministerio de Defensa. El Ministro le agradeció su colaboración en nombre del país, y le ofreció un puesto de Auxiliar 3º. Bonilla, que además de pionero era bien educado, contestó buenas tardes y se volvió a su casa de donde no salió más. Las sombras del anonimato, lo envolvieron pronto, su fama quedó olvidada por un tiempo, como tantos otros héroes de este mundo.



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