Transcribimos el texto de la anécdota recogida
por Milton Schinca en su libro "Boulevard Sarandi”, Ediciones de la Banda
Oriental 1978
Una tarde de 1912, ahí nomás, en
Constituyente y Defensa, se abre la puerta de un barracón, y aparece de adentro
un sujeto armado con un serrucho.
Con energía se pone a serruchar la
madera del mismísimo portón de entrada, ensanchándolo. El vecindario sigue con
asombro la operación, a pesar de que ya está habituado a las
"chifladuras" del serruchador. Y al rato nomás, con la ayuda de
cuatro amigos, aquél extrae del fondo del corralón un estrafalario pajarraco
con dos alas extendidas, tan anchas que no hubieran podido trasponer la puerta
si no fuera por la serruchada.
El enorme y desgarbado bicharraco
queda depositado en la vereda, ante la mirada estupefacta de los cien testigos
que se habían agolpado esperando, sí, algo insólito por provenir de aquel
hombre extravagante; pero jamás la aparición de semejante estructura de alas
tendidas y una retorcida hélice en la nariz.
Quedaba develado el misterio de tantos
meses de oír el vecindario, golpeteos misteriosos y rugidos de motor
inexplicable.
El gestor de aquel artefacto iba y
venía, pulsando un alambre acá, golpeando una chapa allá, perfectamente ajeno a
los cuchicheos de los mirones. Imperturbable, extrajo un modesto inflador de
bicicleta –ni más ni menos–, y con él le dio aire a los dos neumáticos de moto
que, según después se supo, un amigo le había prestado. Verificó la tirantez de
los tensores que él mismo fabricó con el alambre más resistente que pudo
comprar en la ferretería de la esquina. Controló el aceite del motor Anzani, de
35 caballos de fuerza, y cuando comprobó que todo estaba en orden, echó mano a
un tarro y un pincel. Mientras aguardaba al carro de caballos que había
contratado para remolcar a su artefacto hasta la Barra de Santa Lucía,
Francisco Bonilla se puso a pintar en el fuselaje de su avioneta casera el
nombre con que la había bautizado pomposamente, "Uruguay 1".
Es que aquel pionero tenía clara
conciencia de que iba a consumar un acontecimiento que se inscribiría en la
historia técnica y deportiva de nuestro país (con tal de que las cosas le
salieran como había previsto).
Llega el carro esperado, amarran a él
al "Uruguay 1", y allá parte el cortejo, despedido por las
aclamaciones burlonas de todo el vecindario. Era un hermoso domingo de abril.
Después de quién sabe cuántas horas de trotar aquel carro, Bonilla llega con su
avioneta a los campos de Sanguinetti, en la Barra de Santa Lucía. Dos amigos lo
acompañan, dispuestos a auxiliarlo. Colocan en posición la avioneta, los dos
amigos le sujetan las alas, Bonilla –emocionado y anhelante– da hélice, y el
motor, contrariando todos los escepticismos, se puso a rugir. El pionero,
apurado, se calzó el gorro, se colocó ante sus ojos un par de antiparras y se
envolvió el cuello con una bufanda blanca. Así era el equipo de aeronavegar.
Ocupó su sitio, tuvo tiempo de esbozar un saludo a sus amigos, apretó el
acelerador y ¡oh milagro! El monoplano casero se puso en marcha, ante el
asombro de los dos testigos que jamás habían creído en la viabilidad de
semejante intento. Corre el avioncito unos trescientos metros, y cuándo ya
parece que va a cumplir su destino de pájaro, se inclina peligrosamente hacia
un costado, la hélice tropieza contra un peñasco y sé hace añicos, y "el
Uruguay 1" se clava de punta contra el suelo. El aparatito, fruto de
tantos meses de desvelos, quedó destrozado en un segundo. Cualquiera sé hubiera
desanimado ante el traspié Bonilla, en cambio, callado la boca, se volvió a su
barracón de Constituyente y Defensa, y después de reparar el portal serruchado,
se encerró otros seis meses, dispuesto a fabricar el Uruguay II. Pero el
pionero estaba perplejo, no sabía a qué atribuir el desperfecto que lo había
hecho fracasar. De nada valía empezar de nuevo, si antes no descifraba el
enigma técnico. Y aquí 'la suerte vino a ayudarlo por esos mismos días' llegó a
Montevideo otro enamorado de la aviación, pionero como él; un francés, Edouard
Monnard, que traía consigo un tesoro inestimable para Bonilla: los dos últimos
números de una revista especializada francesa.
Y allí nuestro aviador encontró la
clave que le faltaba. Aprendió a subsanar su error, y se puso manos a la obra
sin demora. Recién para la Navidad de 1912 estuvo concluido el Uruguay II.
Pero, en lugar de probarlo enseguida,
Bonilla prefirió desafiar a la superstición, tentar al diablo: esperó,
expresamente, a que llegara el 13 de enero de 1913 (día de su cumpleaños, por
lo demás).
Y fijó la hora de su segunda
tentativa: las 13. La cábala le dio resultado: esta vez su nueva avioneta
levantó vuelo muy oronda, entre el agitar de sombreros y pañuelos alborozados
de sus acompañantes que no podían creer lo que estaban presenciando.
Bonilla ganó altura, se divirtió un
rato surcando los aires, y luego se posó en tierra con toda limpieza. Tal cual
lo vislumbrara Bonilla, tal hazaña sería histórica, como que marca uno de los
jalones fundacionales de nuestra aviación.
A partir de ese momento, el reno libre
de Bonilla traspasa fronteras.
El notable aviador argentino Jorge
Newbery lo lleva con él a Buenos Aires, a fin de que reciba instrucción especializada
en la Escuela de Aeronáutica que acaba de fundarse. En 1914 obtiene Bonilla su
brevet de piloto internacional, y el Gobierno argentino le otorga el título de
"precursor de la Aviación Argentina". Pronto Bonilla regresa a
Montevideo y aquí, como quien no quiere la cosa, se fabrica su aeródromo propio
en plena calle: Miguelete y Constitución.
Desde allí, y en medio del alboroto
imaginable del mismo vecindario que antes se burlaba de él, despegaba todos los
domingos en dirección a Carrasco o al Cerro. Alguna vez, llegó a aterrizar con
toda elegancia en la propia quinta del Presidente don José Batlle y Ordóñez en
Piedras Blancas.
El loco, el extravagante de otros
días, se había convertido poco menos que en prócer de su barrio, donde ahora
todos se peleaban por ayudarlo a remolcar su avión, o por tapar de apuro los
baches que siempre reaparecían en la calle de tierra que le servía de ruta. La
audacia de Bonilla lo lanzó pronto a experimentar arriesgados vuelos nocturnos.
Eligió como puntos de referencia el faro de Punta Carreta, el alumbrado de la
calle Yaguarón, las luces dé la cárcel de Miguelete; y, cuando regresaba a su
base callejera lo guiaban unos tachos de petróleo ardiendo, que los mismos
vecinos le encendían a lo largo de la pista. Al final, nuestro Bonilla terminó
convertido en el número obligado de cuanto desfile patrio o fiesta tradicional
se realizase en Montevideo, ocasiones que él sobresaltaba con sus
demostraciones acrobáticas a bordo de los aparatos fabricados siempre de su
mano (y ya andaba por el Uruguay IV). No demoró en
trasponer las fronteras montevideanas. Pronto, apareció evolucionando por los
aires de Salto, de Paysandú, de Florida, de Durazno. Su fama lo llevó a cruzar
el río Uruguay y hacer demostraciones en Concordia, hasta que terminó
incursionando en el sur del Brasil.
Aquí protagonizó un episodio
admirable, que pinta de cuerpo entero su idiosincrasia. Un periodista de Porto
Alegre cometió el atrevimiento de poner en duda que Bonilla fabricara él mismo
sus aviones. Ante tamaña afirmación, para Bonilla injuriosa, el uruguayo no
dudó ni un instante, roció con nafta a su Uruguay IV a la vista del público, y
sin pestañear le prendió fuego. Inmediatamente solicitó tela y madera
brasileñas, y en una sola semana, también a la vista de quien quiso verlo,
construyó su Uruguay V, y con él remontó vuelo ante el clamoreo de los mismos
que poco antes lo habían calumniado. Su fama ya es inmensa, acá y en Argentina.
Enrique Delfino compone un tango en su
homenaje, "Bonilla aviador".
En 1914 se ha convertido en
"ídolo de ambas orillas", como reza el lugar común. Es cierto que
también tuvo que sortear trances amargos.
Un mal día casi se mata, en plena
fiesta patria argentina, un 25 de mayo.
El motor se le
ahogó, pero Bonilla puso a planear su aparato y fue descendiendo pausadamente;
mas cuando ya casi tocaba el suelo, una sorpresiva racha lo precipitó a tierra.
Fractura de pierna, de esternón, de cuatro costillas, de brazo derecho. Se
recuperó apenas, pero ese fue el final de su carrera. Nunca más voló. Por una
sola vez se tentó, es cierto, y pensó en volver a las andadas en oportunidad de
que se fundara en Montevideo la Escuela Militar de Aviación. Bonilla sintió el
llamado del deber y fue a ofrecer sus servicios al Ministerio de Defensa. El
Ministro le agradeció su colaboración en nombre del país, y le ofreció un
puesto de Auxiliar 3º. Bonilla, que además de pionero era bien educado,
contestó buenas tardes y se volvió a su casa de donde no salió más. Las sombras
del anonimato, lo envolvieron pronto, su fama quedó olvidada por un tiempo,
como tantos otros héroes de este mundo.
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